viernes, 9 de julio de 2010

el origen es un círculo, sin principio ni fin, sin ni siquiera un punto de referencia.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Apariciones surrealistas: Las blasfemias del Dr. Simi

El sacristán de la iglesia de Santa Teresa había tirado de la cuerda seis veces; verlo tocar la campana era cosa seria: tomaba la cuerda como si fuese a trepar por una liana; por su corta estatura era como ver a un niño queriendo subir por la pierna de su madre. Una vez bien sujeto, habiendo enredado un poco parte de la soga a la muñeca derecha, tiraba de la campana con la fuerza de su propio peso. Él bien sabía que al hacer sonar fuerte la campana, podía alcanzar hasta los oídos más distraídos de los alrededores. Cumplida su encomienda, soltó de la cuerda que ya le estrangulaba la mano y gesticuló satisfecho. Los feligreses no tardaron en aparecer; se veían arribar niños acompañados de sus madres y sus abuelas, unos en brazos, otros amodorrados, un par de ellos llorando. Se trataba de una misa especial en honor de Santa Teresa, patrona de la colonia a quien se le celebraba su día.

La iglesia se había llenado minutos después, había gente ocupando los laterales de las bancas y los pasillos centrales; era audible un murmullo que ocupaba hasta las bóvedas traslúcidas del atrio central.

Una vez que calculó preciso intervenir, el Sacerdote se colocó la sotana y acompañado de dos acólitos, apareció por una puerta disimulada a un costado del icono de la virgen María. Con un aire meditabundo, el sacerdote avanzó cabizbajo hasta el púlpito con las manos entrelazadas por los dedos a la altura del vientre. Dio golpecitos en el micrófono y después de comprobar su funcionalidad, dijo serio: -De pie-. Al momento, todos los asistentes, salvo los imposibilitados o los desentendidos, se levantaron mirando al sacerdote; se vio a algunos hacer callar a sus niños, a otros sostener en las manos sus sombreros o sus cachuchas.

-En nombre de Dios, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…- dijo el sacerdote y el acólito hizo sonar su campanita. La misa transcurría con total cotidianidad. El sacerdote relataba pasajes bíblicos en los que Jacob con ayuda de Dios, había conseguido ganar una batalla. Los feligreses oían atentamente, o más bien, pretendían hacerlo; se sentaban, se paraban, se sentaban, se hincaban, se volvían a parar. Respondían de vez en cuando un “Amén”, otras un “Así sea”, otras veces cantaban canciones realmente dulces; en algún momento se golpeaban el pecho a la vez que decían “…por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa…”, cosa rara.

Déjeme le digo que en un momento preciso del ritual sagrado, algunas personas hacían una fila frente del sacerdote que había bajado del púlpito; ahí mismo él se encargaba de dar de comer unas obleas a la vez que los comensales agradecían diciendo “Amén”. Recién había pasado por su dotación una señora de edad avanzada cuando se escucharon murmullos que venían de la parte de atrás de la iglesia, de la puerta principal; algunos voltearon y a juzgar por la expresión de su rostro, parecían estar desconcertados, otros más parecían más bien estar indignados. El cuchicheo avanzó hasta el frente, inundando de sorpresa a todo el recinto sagrado. Se dice que el Dr. Simi había estado metido en uno de los confesionarios del fondo de la iglesia, al parecer contando sus faltas a un sacerdote auxiliar en la confesión. Una vez que tocó turno a las obleas, el Dr. Simi había salido del confesionario para ir a formarse en busca de su respectiva dotación. Podía vérsele desde cualquier ángulo de la iglesia, su enorme cabeza calva sobresalía exageradamente por encima de la de los demás; su rostro dejaba ver una sonrisa paralizada, más bien parecía una mueca de sonrisa congelada; su bigote cano daba la impresión de que al Dr. Simi se le aferraba un gato persa debajo de su nariz, cosa insólita; miraba con ojos de llenos de viveza muerta, un rostro fríamente amable. Avanzaba lento hasta el sacerdote, sus pies eran francamente ridículos, el tamaño de sus zapatos era cinco veces mayor del tamaño promedio. Al llegar con el sacerdote, se inclinó un poco para recibir el “cuerpo de Cristo” -o eso pareció escuchar-. Sin masticar y después de decir irresponsablemente: “deberían ponerle doble oblea con cajetita en medio”; dio media vuelta y caminó hacia su lugar. El Dr. Simi podía ver los ojos de los demás asistentes, había en ellos ira, había repudio, había extrañeza, ante lo cual él mismo se encargó de explicarse para sus adentros: “racistas”; en los ojos de los niños podía verse infinita sorpresa y admiración.

El Dr. Simi caminó hasta el fondo de la iglesia, decidió recargarse de la pila bautismal, se inclinó para beber en abundancia, metió las manos como las mete cualquiera en cualquier lavabo y se humedeció la nuca y el cuello. Inexplicablemente su cabeza acolchada absorbió el agua dejando tras de sí una huella de innegable humedecimiento. El Dr. Simi dio la paz del señor, exagerando tal vez un poco cuando al dar el saludo de paz a una vecina de incuestionable atractivo, al Dr. Simi le pareció apropiado además atizarle un abrazo pachón y un beso. Una vez cumplidos los protocolos religiosos y finalizada la misa, Dr. Simi se acercó al atrio central, arrojó unas monedas a la pila bautismal que ahí se encontraba –al parecer había pedido un deseo, no podríamos afirmarlo del todo por la inexpresividad de su rostro-; caminó hacia el sacerdote, lo abrazó y le felicitó por lo de “el vino es la sangre de Cristo” -cosa que le pareció estupenda-, entonces salió de la iglesia emitiendo un silbidito de tono incomprensible. El Dr. Simi volvió a su farmacia, tal vez por el gusto de la reciente redención de sus culpas, ahí comenzó a bailar al ritmo de “I know you want me”, poniendo con ello en evidencia su elasticidad pélvica y su increíble sensualidad rítmica.

martes, 15 de diciembre de 2009

En nada, por ahora.

Se me acumulan las quejas,
la lengua me tiembla, se corrompe
mis manos no tocan con calor hospitalario
apenas y agradezco el aire

¿qué diablos me pasa?
me vacío de esperanzas,
¿dónde dejé la sonrisa sincera,
la hoja amable,
los pasos de compañía,
las palabras amistosas?

estoy, sinceramente, resentido.
Y ni una poesía me libra de este malestar nihilista
y ni un poco de leche con café,
ni un café contigo
un sólo momento con mi perro
una mano,
un pestañeo tuyo
algo de Coltrane
nada me libra,
ni mi propio nombre de insignia divina
a veces creo que apunto a él
¿en qué creen los que no creen? dijo Eco.
yo, por ahora, en nada.
Ni en los cafés con leche.
-En nada, por ahora- dije, y nombré la esperanza.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Siempre se vuelve al origen;

viernes, 20 de noviembre de 2009

No es que muera de amor, muero de ti. (Jaime Sabines)

No es que muera de amor, muero de ti.
Muero de ti, amor, de amor de ti,
de urgencia mía de mi piel de ti,
de mi alma de ti y de mi boca
y del insoportable que yo soy sin ti.

Muero de ti y de mí, muero de ambos,
de nosotros, de ese,
desgarrado, partido,
me muero, te muero, lo morimos.

Morimos en mi cuarto en que estoy solo,
en mi cama en que faltas,
en la calle donde mi brazo va vacío,
en el cine y los parques, los tranvías,
los lugares donde mi hombro acostumbra tu cabeza
y mi mano tu mano
y todo yo te sé como yo mismo.

Morimos en el sitio que le he prestado al aire
para que estés fuera de mí,
y en el lugar en que el aire se acaba
cuando te echo mi piel encima
y nos conocemos en nosotros, separados del mundo,
dichosa, penetrada, y cierto, interminable.

Morimos, lo sabemos, lo ignoran, nos morimos
entre los dos, ahora, separados,
del uno al otro, diariamente,
cayéndonos en múltiples estatuas,
en gestos que no vemos,
en nuestras manos que nos necesitan.

Nos morimos, amor, muero en tu vientre
que no muerdo ni beso,
en tus muslos dulcísimos y vivos,
en tu carne sin fin, muero de máscaras,
de triángulos obscuros e incesantes.
Muero de mi cuerpo y de tu cuerpo,
de nuestra muerte, amor, muero, morimos.
En el pozo de amor a todas horas,
inconsolable, a gritos,
dentro de mí, quiero decir, te llamo,
te llaman los que nacen, los que vienen
de atrás, de ti, los que a ti llegan.
Nos morimos, amor, y nada hacemos
sino morirnos más, hora tras hora,
y escribirnos y hablarnos y morirnos.

sábado, 7 de noviembre de 2009

dialécticas morbosas

Hasta dónde se trata todo esto del facebook, del blog, del messenger y demás existencias virtuales perfectamente idealizables, de un exhibicionsmo narcisista; ¿qué parte de mí le quiero mostrar?; veamos, digamos algo y mostremos imágenes: véame, júzgueme, míreme.

Estoy a su entera disposición para garantizarle una satisfacción del tipo morbosa; permítame llamarle así: !morboso!, !fisgón! Usted tiene, por supuesto, todo el derecho de llamarme "exhibicionista".

Como sea nuestra relación esta fundada en una necesidad mutua: la de la complementación. ¿Qué cosa le ofrezco yo? Yo le ofrezco una historia de vida alternativa, la mía. Complemento mis textos (ideas, sentimientos, estados de ánimo) con imágenes que he elegido para que usted las mire. Usted se hace una efigie de mi propia personalidad; le comparto así a usted mi vida -parte de ella por supuesto-, la que yo he elegido para usted. ¿Usted que me ofrece? Me parece que usted está ahí, delante de mi texto por una necesidad fascinantemente compleja: la de la necesidad de que le cuenten historias, historias de vida; ¿con qué sentido? con la finalidad de que pueda así complementar su propia historia de vida. Fíjese, me parece que existe una especie de necesidad por saber de la vida de los demás, por conocer historias de vida alternas; de este modo usted estará comparando sus propias experiencias con las ajenas y podrá entonces hacer una valoración cultural de lo que significa realmente ser usted. Así, mi historia de vida que yo le comparto en mi facebook, en mi blog, en mi messenger funciona como un parámetro desde el cual usted se califica y se valora. Así es. Usted se compara todo el tiempo, conmigo, con otro de sus contactos en el messenger y con otro de sus amigos virtuales del facebook. Finalmente usted es un fisgón como le aseguraba antes. Un morboso irremediable. Y yo, sí, yo soy un exhibicionista necesitado de su presencia para saberme existente, para saber que existo, porque si lo hago, es precisamente por que usted está aquí leyéndome, confirmándome mi existencia. Por eso, si usted deja un comentario, me contesta un correo o califica mis imágenes, estará complementando mi vida.

Estamos coexistiendo usted y yo así en una especie de dialéctica morbosa. ¿Sabe por qué se lo digo? Porque radica en mí una sensación poco agradable de reproche a todas estas formas de expresión virtual, de personalidades virtuales. Existe sobre todo, una efervescencia ridícula por la aparición pública, una tendencia poco sensata a la anulación de la propia intimidad. Como si estuviéramos todos necesitados de atención, internados en una búsqueda cómica de popularidad.

Lo sé, es paradógico, míreme aquí escribiéndo y tal vez, una vez que termine, abriendo mi facebook para morbosear. Tal vez lo anterior se trató de una justificación retorcida sobre mi lamentable gregarismo. No, realmente me importa un pepino esos espacios virtuales; aunque debo decirlo, no puedo apartarme del todo de la fuerza del Uno, como sostenía Heidegger.

lunes, 26 de octubre de 2009

(im)personal

realmente no podría decir hasta dónde soy yo mismo, hasta dónde soy de ti, o, hasta dónde soy tú misma. Como si fueses una parte de mi cuerpo; otro par de ojos, otro par de piernas, de orejas, de labios. A veces ni siquiera me es necesario acercarme lo suficiente para tocarte con un beso, aún conservo tu sabor detrás de ellos; la savia que fluye cuando te llamo por tu nombre y me inunda la boca, o cuando te llamo mi lubísnea, mi lu, mi mito, mi plévida lumía, mi A., o D. si te invierto. No podría precisar con certeza mi propio nombre si no va acompañado del tuyo; eres mi nombre de pila, la fe de mi propia identidad.

Pero, no te lo he dicho, no te lo dije antes y, más aún, no te lo diré nunca. Así lo decidimos. Decidimos decirnos otras cosas, decidimos cerrar el pico, arrojar a la basura del olvido nuestras palabras, callarnos la puta boca. Yo te pedí el silencio y la puta lengua me arde, se me atascan lascerantes las palabras y entonces las arrojo al aire; eso sí, no sin antes impulsarlas con un tímido soplo dirigiéndolas a tu destino, a tu encuentro, a tus oidítos. Para entonces culparlo a él, al azaroso viento, de los mensajes que se te envían, así, en voz pasiva. Se te envían.

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